martes, 26 de abril de 2016

Probando el vino joven

Siempre he presumido de la facilidad que he tenido para tirarme a tíos que me llevaban como mínimo 6 años más que yo. Siempre he fardado de lo maravilloso que me parecía y de las ventajas que tenía, que superaban con creces a los contra. Sí, puede que muchos lleven una camisa horrible, se crean mejor que tu y tengan unas resacas monstruosas al día siguiente, de las que por suerte escapas. Pero por otro lado, te consagras como una especie de salvadora, una especie de imagen celestial rodeada de un halo de juventud que está dispuesta a cabalgarlos durante toda la noche, que les hace pensar que el tiempo no pasa por ellos, y que esas canas, a fin de cuenta no se notan tanto. Tú por otro lado disfrutas de los beneficios como son la experiencia, que bajo efectos del speed apenas se nota, pero se compensa con una cama en la que acostarte sin preocuparte de padres de por medio y que unas cuantas copas y el taxi corren a cargo de su cuenta. Obviamente no todo esto giran en torno a bienes materiales, porque el elemento clave de la situación es ese componente erótico-festivo que tienen los tíos de 30 tacos, con esa barbita que roza tu entrepierna y esas manos curtidas que agarran tu culo en pompa y le dan unos cuantos azotes.
Eso pensaba yo, y de una manera u otra intentaba convencer, en vano, a mis amigas. No sólo no me creían, sino que además, desde hace unos meses, en mi grupo de confidentes y compañeras de chupitos y risas, se empezó a producir un extraño fenómeno, al que nos gusta denominar el fenónemo “Baby boy” en honor a Beyoncé. Aunque en comparación con la canción, sólo coincidiese con el nombre.
El caso es que desde hacía unos cuantos meses mis amigas habían decidido experimentar e ir un paso más allá, o mejor dicho, un paso atrás, concretamente entre 3 y 5 años atrás, cuando un par de ellas, descubrieron que el futuro de la sexualidad estaba en los yogurines de 19 y 20 años. En niños que aún estaban en el colegio cuando ellas ya estaban aprendiendo a mamarla. Yo por supuesto ante esta avalancha de hormonas puberales que llegaba no hice otra cosa nada más que negarme en rotundo, y mantenerme en mis principios de que la mejor cosecha es la que tiene 30 años.
Sin embargo, durante el verano, sin comerlo ni beberlo, me di cuenta que de repente estaba sentada bebiendo cerveza con un estudiante de económicas de 20 años, al que le apasionaba el ciclismo y salir de fiesta, y que, en su forma más bizarra de cortejo, me contaba sus conquistas sexuales. Lo cierto es que esto último es una táctica de ligue que nunca entenderé, y que nunca pondré en marcha.
Ante esta situación se me ablandaba el corazón, y veía con ternura y añoranza a un veinteañero que me llenaba de piropos y me hablaba día tras día, pero que era un yogurín más que acababa de llegar a la vida. Lo que yo no sabría era que acabaría llegando a su cama.
Lo cierto es que cada vez que lo veía me ponía muy cachonda. Me sacaba una cabeza de alto, tenía barba y una espalda anchísima, y además se ponía esas camisas tan pijas de color azul clarito que deseaba arrancar de una. Pero ahí seguía yo, en mis trece de que acostarse con un niño no era mi estilo, que mis amigas estaban mal de la cabeza y que no me traería nada bueno.
Pasaban los meses, y aunque seguía viéndolo y hablando con él, seguía en mi convicción de negarme en rotundo. Hasta uno de esos jueves en los que todo te importa un pimiento y solo te apetece pasártelo bien. En esos días puedes hacer dos cosas, uno es ir a lo seguro, que en mi caso fue al alcohol, y otra, mandar tus principios de paseo y aprovechar la desinhibición para probar cosas nuevas. Alguna gente en esos casos decide probar drogas duras o hacer paracaidismo, y yo decidí probar el vino joven.
Y así fue como después de unas cuantas cervezas, unos chupitos a cuenta de la casa y una conversación de wahtsapp estaba en la calle, empotrada contra una pared por un pequeño padawan que me agarraba el culo como si su vida dependiese de ello.
Al separarnos me cogió de la cara y me dijo “Vamos a mi casa”, y se me encendió la perra que llevaba dentro. Tras unos 10 minutos de perdernos por calles oscuras y solitarias, de esas que observan cómo derrochas amor y pasión a las 4 de la mañana, llegamos a su portal, subimos en ascensor hasta el último piso. Bueno, mejor dicho al penúltimo piso, porque al último piso tuve que subir yo por una escalera, salir a una especie de galería y esperar mientras él se metió a su casa. Obviamente, el pánico se me metió al cuerpo temiéndome lo peor, y no, no era que me hubiese dejado plantada, sino que en realidad fuese alguna mafia de trata de blancas. Pero no fue así, allí en la galería, se abrió una puerta, que daba a un armario, dentro de otro armario, dentro de una habitación abuhardillada que olía a Allure Home Sport de Chanel y que se iluminaba con la pequeña luz de la mesita de noche.
Antes de que pudiera mediar palabra, estábamos en la cama, arrancándonos la ropa, y ya de paso, las ganas que nos teníamos el uno al otro. Debo de admitir que esas espaldas ganaban mucho más al descubierto que con cualquier camisa color azul celeste claro. Y claro, mientras pensaba todo esto, su mano se iba deslizando por mi espalda, y su boca por mis pechos. Los pezones se me pusieron duros, y noté como su mano pasó de mi espalda, a mi cintura, de mi cintura a mi trasero, y de ahí adentro de mis bragas, que como podéis imaginar, andaban bastante húmedas.
Aunque la parte de empezar a besarme con una persona es mi favorita, debo decir que notar como unos dedos calientes y ansiosos de explorarte se adentran en mí es algo que se me hare irresistible y que hace que se me corte la respiración por una décima de segundo. Así, noté sus dedos deslizándose dentro de mí, una y otra vez, mientras mi excitación subía, al igual que el volumen de mis gemidos.
Como debido a la situación no podíamos hacer mucho ruido ya que toda su familia estaba en su casa durmiendo, empezó a besarme muy salvajemente, y a morderme los brazos, mientras seguía explorando por dentro de mi ropa interior.
Después bajé mi mano, y ahí estaba, en mitad de su cuerpo, dura como una piedra, y caliente como un horno, así que decidí que era mi turno. Le cogí de los brazos, me levanté y me senté encima de tal envergadura. Podía notarla por debajo de los pantalones, rozándome y haciéndome un anticipo de lo que sería el colofón final. Le quité los pantalones, y puse en práctica, cual tenista, mi juego de muñeca, de arriba abajo, y notaba como eso cada vez se iba poniendo más interesante, cómo su cara se hundía en placer y como sus dedos se hincaban en mi piel. En uno de estos gemidos me pidió que parase sujetándome la mano, me apartó y se levantó de la cama. Se quitó la ropa interior y me miró como una bestia mira a su presa antes de abalanzarse a esta. Se echó encima de mí y noté como llegaba hasta lo más adentro de mí mientras me apretaba el pelo y gemía en mi oído. Notaba cada embestida una y otra vez, notaba como descargaba todas esas ganas de las que me había estado hablando estos meses atrás, hasta que decidí coger el timón del barco y ponerme encima. Hice lo que más me gusta, cabalgar lento, para disfrutar el momento. Apoyada sobre mis codos y echada encima de él, con mi boca en su oreja, subía y bajaba lentamente, sintiendo el calor lentamente, muy poco a poco. Primero en la punta un poco, y después de golpe hacia dentro, así unas cuantas veces, mientras miraba como disfrutaba y gemía con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. Eso nunca falla, y lo sé.
Después me cogió de los brazos, me apartó y se levantó y agarrándome por los tobillos me puso a cuatro patas, y empezó a embestirme una y otra vez, con muchas ganas. Notaba su pelvis golpeando mi culo y cómo entraba y salía, cómo cada vez iba más rápido. Metió su mano por delante, hacia abajo, y a moverla muy rápido, tanto que me quemaba. Y con el calor, vino esa maravillosa sensación, ese cosquilleo que se va acercando y agudizando, que hace que no puedas parar, ese punto en el que no hay retorno, esa explosión maravillosa de sensaciones, donde todas las conexiones nerviosas de tu cuerpo se centran en un punto sólo específico, y entre embestida y embestida llegó mi ansiado momento, el culmen de la situación. Solté un gemido agudo y los brazos se me debilitaron, dejándome caer sobre mis codos, mientras él que cada vez gemía más fuerte seguía empotrándome contra su almohada, hasta que noté una embestida fuerte acompañada de un gemido y sus dedos hundiéndose en mi cintura, dejándome algo de marca de la que me percaté a la mañana siguiente.
Los dos suspiramos y nos quedamos en la cama tumbados, abrazados, evitando que se esfumase el calor que habíamos generado. Eran las 7:30 de la mañana, y sonó un despertador. “Tienes que irte, mis padres se han despertado”

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