lunes, 14 de mayo de 2012

La crisis de los 40


Cuando el morbo toma forma de hombre de pelo en pecho normalmente suelo estar yo detrás provocando esa metamorfosis. De repente, Sr. Morbo aparece y te paga una cerveza, y la siguiente, la siguiente, y ¿Por qué no?  El chupito de tequila también, y entre tercio y tercio te enteras de que es un diseñador gráfico que trabaja en Barcelona, que tiene un todoterreno negro con tracción a las cuatro ruedas, que se compró un apartamento en el barrio gótico que le salió tiradito de precio, que le gusta el arte moderno, que su bebida favorita es el vodka con zumo naranja, que es libra y que tiene 40 años.
40 primaveras son unas cuantas, las suficientes como para conocer mundo…. Y camas. Desde aquella noche, el numero 40 tiene un significado especial para mí, y los maduritos, ya no quedan tan lejos.
Total, que de que me quise dar cuenta estaba en un todoterreno negro con tracción a las cuatro ruedas y que olía a melocotón rumbo a una cama desconocida pero que no tardaría en explorar.
Cuando llegamos al apartamento me di cuenta de lo ruidoso que puede llegar a ser el parqué a las 4 de la mañana, y más aún cuando el dinero de los pantalones se cae en ese preciso momento en el que te los quieres quitar. Una vez atravesamos el pasillo entre besos, caricias y roces, llegamos a la cama. No era una de esas típicas camas de solteros que están desechas y con restos de comida esparcidos por ella, no. Era una de esas camas con las que sueñas cada vez que pisas Ikea, una de esas camas con cientos de cojines, cada uno con su historia distinta. Una de esas camas en las que te gustaría que te mordieran los pezones y te hiciesen gozar como nunca lo habrían hecho. Y así pasó.
Tras un breve descanso protagonizado por una copita de vino blanco francés afrutado y muy muy frio, y tras haberle contado todo un sinfín de historias de índole sexual, noté un cálido aliento en mi oreja que me susurraba un “te voy a volver loca”. Seguidamente bajo mis braguitas, que esta vez se componían de corazoncitos rosas, noté una mano acompañada por la experiencia y el saber de la madurez.
Esa mano me hizo gemir y sentir ese calor que tanto me gusta, ese calor sexual que recorre todo mi cuerpo con parada en el clítoris. La guinda del pastel, la acompañaron unos dientes que me rozaban una y otra vez los pezones que, entre la excitación y el vino frio, se me habían puesto muy duros.
Seguidamente, y yo, que no soy para nada egoísta, tomé cartas en el asunto y lo “arrinconé” contra mis pechos y mientras le sujetaba las muñecas en el cabecero de la cama empecé a bajar muy despacito, notando sus gemidos lentos y su respiración acelerándose. Notaba como aquello iba tomando forma de lo que a mí siempre me ha gustado, mandar en la cama. Notaba como entraba y salía, y aunque me excité lo suficiente como para llegar al orgasmo, preferí fijarme en aquel hombre de pelo en pecho que pedía más y más.
Como toda buena velada sexual esporádica de una noche se merece, apareció un lubricante efecto calor con sabor a fresa, o eso decía en el bote. Supuse que el sabor a fresa sería delicioso cuando empecé a notar su lengua húmeda de arriba abajo acompañada por un par de deditos que hicieron que viese las estrellas. Seguidamente, y como si muñeca de trapo fuera, estaba a cuatro patas disfrutando como nunca de aquel momento.
La mañana al despertarme descubrí las pegas de los hombres de 40 años. Las resacas. Ese tipo de resacas en el que quieres estar en casita con la mantita, que no te toque ni un ápice de luz, y ni una gota de alcohol. Ibuprofeno y mucho líquido para recordar veladas nocturnas tan atípicas como la que tuve.
Y es que, señores, Sr Morbo no dejaba de tener 40 años, y yo apenas la mitad.