Cuando el morbo toma forma de hombre de pelo en pecho
normalmente suelo estar yo detrás provocando esa metamorfosis. De repente, Sr.
Morbo aparece y te paga una cerveza, y la siguiente, la siguiente, y ¿Por qué
no? El chupito de tequila también, y
entre tercio y tercio te enteras de que es un diseñador gráfico que trabaja en
Barcelona, que tiene un todoterreno negro con tracción a las cuatro ruedas, que
se compró un apartamento en el barrio gótico que le salió tiradito de precio, que
le gusta el arte moderno, que su bebida favorita es el vodka con zumo naranja,
que es libra y que tiene 40 años.
40 primaveras son unas cuantas, las suficientes como para
conocer mundo…. Y camas. Desde aquella noche, el numero 40 tiene un significado
especial para mí, y los maduritos, ya no quedan tan lejos.
Total, que de que me quise dar cuenta estaba en un
todoterreno negro con tracción a las cuatro ruedas y que olía a melocotón rumbo
a una cama desconocida pero que no tardaría en explorar.
Cuando llegamos al apartamento me di cuenta de lo ruidoso
que puede llegar a ser el parqué a las 4 de la mañana, y más aún cuando el
dinero de los pantalones se cae en ese preciso momento en el que te los quieres
quitar. Una vez atravesamos el pasillo entre besos, caricias y roces, llegamos
a la cama. No era una de esas típicas camas de solteros que están desechas y
con restos de comida esparcidos por ella, no. Era una de esas camas con las que
sueñas cada vez que pisas Ikea, una de esas camas con cientos de cojines, cada
uno con su historia distinta. Una de esas camas en las que te gustaría que te
mordieran los pezones y te hiciesen gozar como nunca lo habrían hecho. Y así
pasó.
Tras un breve descanso protagonizado por una copita de vino blanco francés afrutado y muy muy frio, y tras haberle contado todo un sinfín de historias de índole sexual, noté un cálido aliento en mi oreja que me susurraba un “te voy a volver loca”. Seguidamente bajo mis braguitas, que esta vez se componían de corazoncitos rosas, noté una mano acompañada por la experiencia y el saber de la madurez.
Tras un breve descanso protagonizado por una copita de vino blanco francés afrutado y muy muy frio, y tras haberle contado todo un sinfín de historias de índole sexual, noté un cálido aliento en mi oreja que me susurraba un “te voy a volver loca”. Seguidamente bajo mis braguitas, que esta vez se componían de corazoncitos rosas, noté una mano acompañada por la experiencia y el saber de la madurez.
Esa mano me hizo gemir y sentir ese calor que tanto me
gusta, ese calor sexual que recorre todo mi cuerpo con parada en el clítoris.
La guinda del pastel, la acompañaron unos dientes que me rozaban una y otra vez
los pezones que, entre la excitación y el vino frio, se me habían puesto muy
duros.
Seguidamente, y yo, que no soy para nada egoísta, tomé cartas en el asunto y lo “arrinconé” contra mis pechos y mientras le sujetaba las muñecas en el cabecero de la cama empecé a bajar muy despacito, notando sus gemidos lentos y su respiración acelerándose. Notaba como aquello iba tomando forma de lo que a mí siempre me ha gustado, mandar en la cama. Notaba como entraba y salía, y aunque me excité lo suficiente como para llegar al orgasmo, preferí fijarme en aquel hombre de pelo en pecho que pedía más y más.
Como toda buena velada sexual esporádica de una noche se merece, apareció un lubricante efecto calor con sabor a fresa, o eso decía en el bote. Supuse que el sabor a fresa sería delicioso cuando empecé a notar su lengua húmeda de arriba abajo acompañada por un par de deditos que hicieron que viese las estrellas. Seguidamente, y como si muñeca de trapo fuera, estaba a cuatro patas disfrutando como nunca de aquel momento.
Seguidamente, y yo, que no soy para nada egoísta, tomé cartas en el asunto y lo “arrinconé” contra mis pechos y mientras le sujetaba las muñecas en el cabecero de la cama empecé a bajar muy despacito, notando sus gemidos lentos y su respiración acelerándose. Notaba como aquello iba tomando forma de lo que a mí siempre me ha gustado, mandar en la cama. Notaba como entraba y salía, y aunque me excité lo suficiente como para llegar al orgasmo, preferí fijarme en aquel hombre de pelo en pecho que pedía más y más.
Como toda buena velada sexual esporádica de una noche se merece, apareció un lubricante efecto calor con sabor a fresa, o eso decía en el bote. Supuse que el sabor a fresa sería delicioso cuando empecé a notar su lengua húmeda de arriba abajo acompañada por un par de deditos que hicieron que viese las estrellas. Seguidamente, y como si muñeca de trapo fuera, estaba a cuatro patas disfrutando como nunca de aquel momento.
La mañana al despertarme descubrí las pegas de los hombres
de 40 años. Las resacas. Ese tipo de resacas en el que quieres estar en casita
con la mantita, que no te toque ni un ápice de luz, y ni una gota de alcohol.
Ibuprofeno y mucho líquido para recordar veladas nocturnas tan atípicas como la
que tuve.
Y es que, señores, Sr Morbo no dejaba de tener 40 años, y yo
apenas la mitad.