Yo, que soy una adicta a la noche, al desenfreno, al desfase
y a la fiesta, a pesar de lo que pueda parecer no me gusta emborracharme hasta
el exceso, y es ese exceso el que he ido controlando con los años. Sin embargo
a veces se me escapa de las manos y acabo diciendo y haciendo barbaridades. La
mayor parte de veces que cometo esas barbaridades suelo acabar con algún maromo
entre mis piernas. La ultima que me pillé vino acompañada de un hombre y de lo
que más odio. De un portal. ¿Por qué? ¿Por qué aún la psicología no se ha
dedicado a investigar por qué las mujeres borrachas accedemos a hacerlo en
portales? ¿Acaso nuestro cerebro no piensa en que puede venir alguien, que
pueden llamar a la policía, o que simplemente se merece un respeto? La
respuesta es claramente no. Algunas de las historias más cómicas que he tenido
han sucedido en portales, y de la manera más chocarrera posible. Chocarrera,
menuda palabra…
Sin embargo, como señorita que soy, y sobria que estoy no
contaré tal barbaridad sexual, sino que me centraré en el encuentro que tuve
aproximadamente 24 horas más tarde. Por lo general no suelo quedar con ningún
churri de sábado noche, y mucho menos un domingo resacoso protagonizado por
ibuprofenos, agua y la vergüenza ajena que el alter ego borracho de la noche
anterior me provoca. Así que, como la excepción que cumple la regla, me decidí
a quedar, y para mi sorpresa estuve en un sitio que me parecía ciertamente
familiar. Demasiado para mi gusto. Un local de ensayo. Cabe destacar que mis
primeras fotos hechas con una réflex fueron en ese pasillo tétrico y que
apestaba a sobaco, cerveza y marihuana. La verdad, no sé por qué los hombres
con los que he mantenido el contacto más de 24 horas tienen que tocar algún
instrumento o estar relacionados con ellos, y por favor, querido lector, no
leas entre líneas. Instrumento musical.
Así que a ver, repasamos la situación, que para ser sincera,
yo, no paraba de cuestionarme. Me encuentro en un local de ensayo a las afueras
de la ciudad con un tío al que la noche anterior le pagué un taxi. Bien. Con
tanto analizar la situación, y tanto hablar, de que me quise percatar estaba
encima de un ampli enorme enrollándome con susodicho hombre. Notaba su cintura
contra mi pelvis, y sus manos sobre mi piel. Notaba como nuestros labios se
mezclaban con total facilidad y como su lengua empezó a bajar por lo que
acabaría siendo mis tetas.
Cuando un hombre llega a esa zona,
toda mujer ha pensado - y si no lo ha hecho es que no es mujer -, cuánto
tardará en desabrocharme el sujetador. Cuando quise terminar de formular la
pregunta en mi mente, el sujetador ya estaba en el suelo, y la boca de mi
amante de domingo se concentró en mis pezones los cuales se ponían cada vez más
y más duros, algo que a mí, particularmente me encanta notar. Mis pezones, como
pude comprobar no era lo único que se ponía duro, así que como rige mi
protocolo personal decidí ponerme “manos a la obra” y bajar a “echar un
vistazo”*. Por lo general siempre voy preparada para estas cosas y siempre
procuro llevar preservativos de sabores, porque aunque no lo creáis, chicos, el
latex no está bueno. Tiene un sabor desagradable y siempre recuerda a la
primera vez que se la chupaste al que probablemente sería tu novio, o en su
defecto, tu primera cita. Hay chicas para todo, oye.
En definitiva, ahí me encontraba
yo haciendo de las mías (jiji) cuando una voz aterciopelada y sexy me susurró:
“Siéntate”. Así que, eso hice. Me senté, me abrí y me dejé tocar por una mano
guiada por la experiencia. Notaba como algo dentro de mi entraba y salía y eso
me hacía volverme loca y por supuesto, ponerme más cachonda. Estaba mojada, muy
mojada. Y entonces es cuando aparece esa telepatía entre dos personas donde
aparece un mensaje claro, sin tapujos ni complicaciones, limpio y perfectamente
legible. “Fóllame”. Admito que yo he pensado algunos mensajes como “Fóllame
como una perra”, “Dame lo que es mío”, “Cúbreme” y mi favorita “¿A cuatro
patas?”.
Tras ese momento de pocos segundos
noté como nuestras pelvis se acercaban y se fundían. Éramos uno sólo,
disfrutando y gimiendo. El universo entero era para nosotros y las estrellas
aquella noche alimentaban su brillo con mis gritos de placer. La luna creció a
medida que nos besábamos y nos acariciábamos. Los mares y océanos enfurecían
con cada embestida, las tormentas tronaban más fuertes, los relámpagos
iluminaban más, y los vientos propios de huracanes se colaban dentro de mí,
despeinaban mi interior y él y yo disfrutábamos al unísono. Gozábamos con cada
segundo y el abismo que nos separaba como personas se hacía cada vez más y más
ínfimo hasta el punto de que en el momento en el que acariciaba mi oreja con su
lengua desaparecía. Nos juntamos como personas, como seres y como un conjunto
de terminaciones nerviosas, sudorosas e irradiantes de placer. Todo lo que
había en esa sala desaparecía para convertirse en una nube gigante de sexo,
lujuria y placer. Placer que no tardaría mucho en llegar a la cumbre y
manifestarse en forma de orgasmo sonoro y retumbante. Y, aunque aquello eran
locales de ensayo insonorizados, estoy segura de que se me oyó.
Éxtasis. Silencio. Calma. Canutito
y a pensar en cómo escribiría esto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario